Con los tiempos que corren parece oportunista el nombre de esta nueva sección Los malos son más felices, pero tristemente esta aseveración es tan clásica como la Victoria de Samotracia. Que “los malos son más felices” es una cruda realidad, hay que aceptarlo, aunque nos pese, y decidir si queremos sucumbir al deseo de buscar nuestro placer e interés por encima de todo y de todos o ajustarnos a las normas que elegimos porque nos parecen bien.  Tenemos que encontrar la forma de vivir y convivir con ello.

Pero más allá de tratar sobre la maldad en crudo, de película, esa que pertenece más al mundo de los mitos y de los héroes que de la vida ordinaria, vamos a partir de que el mal se encuentra tejido en el mimbre de lo cotidiano.  “El mal no es algo espectacular y siempre es humano, y comparte nuestra cama y come en nuestra mesa” que decía el insigne John le Carré.

El recomendado “camino de en medio”, en donde se supone que encontramos la virtud, está cimentado en la ambigüedad, tenemos en los genes el desconcierto de la ambivalencia, esa tierra de nadie frondosa en inseguridades y desasosiegos. Uno de los mayores conflictos de nuestra existencia es bregar con ella, andar tanteando y midiendo por las sombras que decisión o camino tomamos entre el mal y el bien, como magníficamente versó en “Ni aguantar ni escapar” Carmen Martin Gaite:

Ni aguantar ni escapar,
ni el luto ni la fiesta,
ni designio ni azar,
ni el llanto ni la cuesta.
Ni puro ni perverso,
ni denso ni vacío,
ni en uno mismo inmerso,
ni extroverso.
ni abrasador ni frio.
Ni de ida ni de vuelta,
ni al margen ni en el ajo,
ni pasión ni desdén:
vacilación resuelta,
con el suelo debajo,
por entre el mal y el bien…

Guiados por buenos mandamientos la brújula del comportamiento ha sido orientada para ser buenas personas, y en el trajín de la vida hemos ido aprendiendo lo bueno de lo malo y lo malo de lo bueno, mientras veíamos alzarse triunfantes e impunes a cantidad de malvados felices y legiones de tontos útiles. No es fácil, no, navegar por las aguas turbias de la ambición o caminar por bosques procelosos y sombríos de la ambivalencia.

Aquí vamos a hablar de cosas del diván: los tormentos que nos rodean en la vida cotidiana, las enajenaciones que se cruzan a lo largo del día, los desamparos que cortan el aliento, fundamentalmente para buscar los chispazos de alegría que iluminan la vida.

Todo lo que nos rodea nos ordena que seamos felices, estemos guapísimas, tengamos mucho dinero, liguemos a destajo, viajemos a destinos paradisiacos, eliminemos el cortisol, aumentemos serotonina y endorfina, estemos en forma, durmamos, produzcamos, gastemos, produzcamos, gastemos, produzcamos.

Pero entre estos afanes de la vida se cruza el dolor, la enfermedad, la presencia de la ausencia, la vejez y la muerte. Y para eso no hay anuncios, no hay influencers, eso sí, hay coachs y hordas de psicólogos, confundiendo las batallas de la vida con las patologías. Lo bueno de normalizar la utilización de terapias, no hace falta perder el juicio y la razón para pedir ayuda, se nubla por el vicio de categorizar todos los comportamientos tirando de facilonas etiquetas diagnósticas, de esta forma eliminar responsabilidades y obviar la inevitable y eficaz receta que consiste en apretar los dientes, aguantar el tirón y buscar el horizonte.

La primera en la frente es que no tenemos que sorprendernos tanto por sufrir y dudar, va en el lote de la vida. No estamos malditos por ello, no somos ineptos. Es así. Hay que compatibilizarlo, se puede estar jodida y soltar carcajadas sin necesidad estar borracha, pues venimos bendecidos, desde la cuna, con la gracia de la CONTRADICCIÓN, ¡Eureka! Eso que tanto se combate desde la lógica formal, es la sal de la vida, lo que nos permite nadar y guardar la ropa, llorar de alegría y partirse de risa.

El humor es el antídoto conta la frustración y bálsamo del dolor de las innumerables pérdidas que salpican el tiempo. La risa hace burla a la decepción y pincha el globo de la melancolía de los paraísos perdidos. La diosa Fortuna se mofa en nuestra cara de ilusos pretenciosos, para que podamos reventar con una buena carcajada la estupidez de la soberbia. Umberto Eco, en boca de Guillermo de Baskerville en “El nombre de la Rosa” define: “La risa es un don divino. Nos permite ver la absurdidad de nuestra existencia y encontrar alegría en medio del caos.»

“El humor nos permite enfrentar nuestras debilidades y encontrar fuerza en la vulnerabilidad. Es una herramienta poderosa para la comprensión y la empatía. Sin humor, nos volvemos rígidos y cerrados al cambio.”

Tener sentido del humor es poseer la capacidad de dar un giro en la perspectiva de la realidad en donde se vuelcan las reglas. Las neuronas tienen que encontrar en microinstantes nuevos caminos de conexión sináptica, y en ese salto desconcertante aparece la feliz sorpresa cargada de asombro y absurdo, abriendo camino a una lógica disparatada, fuera de contexto que rodea lo ridículo y envuelve de ternura y comedia lo que un instante antes eran los clavos de Cristo.

La risa y el humor son aliados por definición; no hay medicación, ni terapia que puedan competir con su rápida eficacia, siempre son beneficiosas en cualquier dosis y su adicción es absolutamente saludable.

Artículo publicado en la revista online Libros, Nocturnidad y Alevosia.